El ataque al patrimonio, a los bienes públicos artísticos, históricos y culturales, además de causarnos gran desasosiego, pone en evidencia la rabia o el resentimiento del que no lo siente suyo, del que lo siente símbolo de valores que combate, o una forma de destruir porque se siente afuera del sistema y no comprende o no puede o no quiere comprender qué significa un museo, un monumento nacional, una obra de arte como señal de identidad; que no respeta a quienes se identifican con ese patrimonio, y muestra su desdén y burla ocasionando un daño que se traduce en un gasto de reparación que debemos afrontar todos.
Cómo llamarlos? Son los no-ciudadanos, los no-habitantes de la ciudad, los que dan rienda suelta al odio, que se reconocen como marginales, que eligen dañar con aerosol o a martillazos, en lugar de contemplar y disfrutar. Qué pasará por sus mentes? Será que no se reconocen como integrantes de una sociedad donde hay diversas expresiones culturales, de fe o bien convicciones políticas?
La plaza del Congreso, destruida en 2016, cuando por horas bandas de vándalos se dedicaron a romper todo a martillazos.
Quien descarga su ira o su maldad contra un lugar de recreación pública atenta contra el derecho del otro a disfrutarlo, a admirarlo, a usarlo para la contemplación y el descanso, a sentirse parte de esa belleza cincundante. Quien agrede con aerosoles, robando o destruyendo, castigando a los bienes públicos y privados, deteriora nuestra calidad de vida. Cuando se atenta contra plazas y paseos, no se está malogrando un criterio estético solamente; se está afectando un bien recreativo, que nos ayuda a todos a transcurrir lo cotidiano, en un ambiente más bello y agradable. Hace falta más cuidado preventivo, más alertas ante las manifestaciones anunciadas, para que no haya posibilidad de afectar el patrimonio; actuando antes, rodeando los lugares con vallas y con la vigilancia que sea posible.